Tiempo de Pascua
Domingo, 21 de abril de 2019
- 1ra lect.: Hch 10,34ª.37-43
- Sal 117
- 2da lect.: Col 3,1-4
- Evangelio: Jn 20,1-9
Todo empezó en
Galilea, la zona más marginada y desprestigiada de Israel. “La Galilea de los
gentiles”, “la cueva de bandidos”, “el lugar desde donde no podía salir algo
bueno”… en fin, el rincón más desgraciado del mundo conocido en aquellos
tiempos.
En
aquella región, un hombre vivía y sufría con los demás condenados por un
sistema tan próspero para unos como tan denigrante y esclavizante para otros.
Era originario de Nazaret, el caserío más rezagado de Galilea. Le gustaba hacer
aparatos de madera, a excepción de las dolorosas cruces que imponían los
romanos a los delincuentes, pues pensaba que nadie tenía el derecho a imponer
cruces a otros. Por el contrario, le decía a sus amigos que el mundo debía
organizarse para evitar que unos seres humanos le impusieran cruces a otros.
Era carpintero como su padre, aunque la mayor parte del tiempo trabaja en
oficios varios, debido a que la madera se había encarecido mucho y poca gente
tenía acceso a ella.
Compartía la
pesada vida cotidiana de sus coterráneos, comía el pan fruto de su trabajo, y
soñaba despierto con un mundo en el cual todos pudieran vivir mejor. No hizo
nada distinto a lo que hacía todo el mundo: Pescar en el lago de Genezaret o
mar Tiberiades, sembrar y regar con el sudor de su frente la tierra que antes
era propia y había pasado a ser propiedad de algún terrateniente amigo de Roma.
Cosechar, entregar los mejores frutos a los dueños y quedarse con las sobras
que a duras penas le permitían sobrevivir. Cantar para echar las penas a volar
y encender la luz de la esperanza, y contar algunos cuentos de su propia
inspiración, otros de la tradición de sus antepasados o aquellos cuentos exóticos
que llevaban los viejos comerciantes de Arabia, Persia, India, Egipto y otros
lugares del mundo conocido. Tomar una copa de vino con los amigos en la taberna
del viejo Matías y reírse de sí mismo para mantenerse vivo. Ir el Sábado a la
Sinagoga del rabino Benjamín, hacer las oraciones tres veces al día y pedir a
Dios que les enviara rápido al tan esperado Mesías para librarse de la
Ignominia de Roma, así como otrora los había librado de Egipto con la mano de
Moisés y Aarón (Jos 5,9s).
Este
hombre, desde niño soñaba con algo diferente para todos. Y para llegar a ese
mundo soñado no esperó conquistar el poder, como lo habían hecho los Macabeos y
como lo esperaban hacer los Celotas, sino que empezó a realizarlo entre sus
amigos. En realidad no hizo nada extraordinario sino que vivó la sencilla vida
cotidiana con la grandeza de quien sabe amar y servir.
Quienes
compartían con él, vivían una experiencia distinta: se sentían respetados,
acompañados y amados. A su lado comprendían que eran seres humanos, hijos de
Dios, dignos de sonreír y de ser felices. Ese judío marginal, como le llama
John Meier, se convirtió para sus amigos en un gran acontecimiento que
transformó radicalmente sus existencias, les permitió descubrir el rostro
misericordioso de Dios y el lado amable de la vida. Pedro resumió su acontecer
histórico con estas palabras: “Pasó haciendo el bien y curando a todos
los que estaban bajo el dominio del diablo, porque Dios estaba con él.” (Hch
10,38)
Pero quienes
estaban encumbrados en la cima del poder y esclavizados por su propia bajeza
humana, no soportaron a este hombre que vivía enteramente libre para Dios y
para los demás. Además, el hombre de Nazaret cometió un grave error que los
poderosos de todos los tiempos no perdonan: les devolvió a los empobrecidos la
esperanza, los deseos de libertad y la convicción de que merecían vivir
dignamente. Allá o aquí, en aquel tiempo o en éste, quien se atreva a buscar un
mundo diferente y a ponerse de parte de los empobrecidos, será considerado
peligroso por los poderosos y corre el riesgo de ser perseguido, como lo
hicieron con este hombre. Por eso lo mataron crucificándolo en el madero de la
cruz, la más ignominiosa de todas las muertes para ese momento histórico.
Quienes habían sido más que sus discípulos sus amigos entrañables, por quienes
estaba dispuesto a dar la vida, lo abandonaron y hasta su Padre Dios, en quien
había puesto toda su confianza, guardó silencio, como si hubiera estado de
acuerdo. Sólo su mamá y unas cuantas mujeres, tan débiles y tan fuertes como
sólo ellas, asumieron la pena y el riesgo de acompañar hasta el patíbulo de la
cruz, a ese hombre excomulgado por el sanedrín y condenado por Pilato.
Mucha gente que
había puesto su confianza en el hombre de Nazaret, dejó morir con su muerte todos
sus sueños, deseos e ilusiones. Todos se dispersaron y quisieron olvidar ese
vano delirio de un mundo feliz (Lc 24,13ss). Sintieron que todo se había venido
abajo y que las tinieblas de la desesperanza cubrían de nuevo la tierra (Lc
23,44).
Pero ahí ocurrió
algo extraño. Al tercer día (que significa tiempo en el que Dios actúa), una
experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que el hombre estaba
vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios sacaba la cara por Él, y se
empeñaba en reivindicar su nombre y su honra. Experimentaron que el hombre
seguía aconteciendo en ellos, de una manera nueva y renovadora, y con mucha más
fuerza que antes. Que vivía en ellos y que la muerte no había podido hundirlo
definitivamente. Dios lo había resucitado y sentado a su derecha, confirmando
la veracidad y el valor de su vida, de su palabra y de su Causa. Aquel hombre
tenía razón, y no quienes lo expulsaron de este mundo y despreciaron su Causa.
Dios estaba de su parte y respaldaba la Causa del Crucificado.
Aparentemente
había fracasado pero no era así, porque su vida y su muerte no habían sido en
vano, y su resurrección le daba sentido a toda su lucha. Este hombre permitió
que Dios aconteciera en Él, convirtiéndose a su vez, en un gran acontecimiento
que transformaba totalmente la vida de sus seguidores, quienes se convirtieron
en testigos de su resurrección.
Noticias de
resurrecciones eran muy frecuentes en aquel mundo mágico religioso antiguo por
la mentalidad de la época. Sin embargo, la resurrección de ese hombre fue
recibida con una agresividad extrema por parte de las autoridades que lo
mataron. ¿Por qué?
Porque los
apóstoles no anunciaron la resurrección en abstracto, como si la resurrección
de aquel hombre fuese simplemente la afirmación de la prolongación de la vida
humana después de la muerte. Tampoco anunciaron la resurrección de un alguien
cualquiera. Los apóstoles anunciaron una resurrección muy concreta: la de aquel
hombre llamado Jesús, a quien las autoridades civiles y religiosas habían rechazado,
excomulgado y condenado.
Y esto fue lo
que verdaderamente molestó a las autoridades judías: Que la Causa de Jesús, que
habían considerado tan peligrosa y que ya creían enterrada, volviera a ponerse
en pie y resucitara. Y no podían aceptar que Dios estuviera sacando la cara por
aquel excomulgado, condenado y crucificado.
Es posible que
después de casi 2000 años, muchos de nosotros, como dice el Evangelio hoy, no
hayamos entendido lo que significa la resurrección (Jn 20,9). Corremos el
riesgo de confundir la resurrección con la revivificación de un cadáver, como
si el cadáver de Jesús hubiera vuelto a tomar vida y se hubiera levantado.
Corremos el riesgo de quedarnos con el espectáculo milagrero de ver entrar la
estatua del “resucitado” entre los aplausos de la gente, el incienso que
adormece y las campanas del templo que suenan.
¡Creer en la
resurrección no es eso! Creer en la resurrección no es aceptar un dogma o
repetir como loros un credo. A un gran número de seres humanos la resurrección
de Jesús no les dice nada, porque la hemos reducido a la simple afirmación de
una vida después de la muerte o a un hecho histórico que hoy tiene muchos
cuestionamientos. Muchos no creen en la resurrección sencillamente porque la
hemos convertido en un hecho vacío de contenido, totalmente contrario a las
pretensiones del hombre de Nazaret.
Creer en la
resurrección de Jesús, es creerle a él, pero sobre todo, es creer como él
creyó. Aquí lo más importante no es creer en Jesús como Dios, sino sobre todo
creer en el Dios que él creyó. Aquí lo más importante no es tener fe en él,
sino tener la fe de él: su compromiso, su actitud ante la vida, su opción y su
entrega total por el Reino de Dios.
Creer en la
resurrección de Jesús, es ser testigos de su acontecimiento en nuestras propias
vidas. Es vivir en Cristo y morir con él a todo aquello que nos disminuye como
personas y resucitar cada día para una vida nueva. Es vivir y luchar hasta dar
la vida por la Causa de Jesús, expresar al amor tal como él lo hizo y tener el
Reino, como valor fundamental de nuestra vida.
Creer en la
resurrección es morir a la vida societaria dominada por la lógica de la
dominación y la jerarquización, característica propia de los simios superiores,
de los cuales nos diferenciamos en apenas 1.6 % de la carga genética. Es
superar las relaciones interpersonales organizadas por la lógica de la
competitividad y la subyugación. Es cambiar de lógica y entablar nuevas
relaciones interpersonales conducidas por la socialidad, la cooperación y la
convivialidad, singularidad propia del ser humano, como lo dicen los
antropólogos chilenos Maturana y Valera[1].
Creer en la
resurrección es buscar los bienes de arriba, como escribió Pablo a
la comunidad de Colosas (Col 3,1). Sabiendo que los bienes de arriba, no
significan necesariamente los de la otra vida después de la muerte, sino los
grandes bienes por los cuales Jesús murió y resucitó, que están dentro de
nosotros. Los bienes de allá arriba son los mismos de aquí abajo, todo lo
material, lo espiritual y lo temporal; los dones y carismas, pero puestos al
servicio de la vida. Los bienes de allá arriba son todo lo que somos y tenemos,
empleados no de manera rastrera y egoísta, sino de forma justa, fraterna y
solidaria. Son vivir con la grandeza con que vivió Jesús. Creer en la
resurrección es permitir que Cristo acontezca en nosotros y nos salve de una
vida mediocre, egoísta e infeliz, y nos conduzca a una vida plena, resucitada y
bienaventurada.
FELICES PASCUAS
Exhortación final
(Tomado de B.
Caballero: La Palabra cada Domingo, San Pablo, España, 1993, p. 471)
Te damos gracias, Padre, por la resurrección de
Jesús.
Un río de esperanza inunda nuestra vida desde
entonces,
pero una esperanza de liberación total que no
defrauda.
Estamos hartos de escuchar el
reclamo de las ideologías huecas,
propaganda que no logra
sacarnos de la indiferencia y la apatía,
ni al pesimismo de los que
abocan la vida del hombre a la nada.
Creemos que Cristo resucitado
es el centro de la historia,
La respuesta definitiva al
problema del hombre y de la vida,
Porque tú, Padre, lo
constituiste Salvador de toda la humanidad.
Ningún otro
nos puede salvar y liberar, ¡Bendito seas, Señor!
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