domingo, 21 de abril de 2019

HOMILÍA: Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor. Ciclo C


Tiempo de Pascua
         
Color: BLANCO

Domingo, 21 de abril de 2019

-          1ra lect.: Hch 10,34ª.37-43
-          Sal 117
-          2da lect.: Col 3,1-4
-          Evangelio: Jn 20,1-9

Todo empezó en Galilea, la zona más marginada y desprestigiada de Israel. “La Galilea de los gentiles”, “la cueva de bandidos”, “el lugar desde donde no podía salir algo bueno”…  en fin, el rincón más desgraciado del mundo conocido en aquellos tiempos.
 En aquella región, un hombre vivía y sufría con los demás condenados por un sistema tan próspero para unos como tan denigrante y esclavizante para otros. Era originario de Nazaret, el caserío más rezagado de Galilea. Le gustaba hacer aparatos de madera, a excepción de las dolorosas cruces que imponían los romanos a los delincuentes, pues pensaba que nadie tenía el derecho a imponer cruces a otros. Por el contrario, le decía a sus amigos que el mundo debía organizarse para evitar que unos seres humanos le impusieran cruces a otros. Era carpintero como su padre, aunque la mayor parte del tiempo trabaja en oficios varios, debido a que la madera se había encarecido mucho y poca gente tenía acceso a ella.
Compartía la pesada vida cotidiana de sus coterráneos, comía el pan fruto de su trabajo, y soñaba despierto con un mundo en el cual todos pudieran vivir mejor. No hizo nada distinto a lo que hacía todo el mundo: Pescar en el lago de Genezaret o mar Tiberiades, sembrar y regar con el sudor de su frente la tierra que antes era propia y había pasado a ser propiedad de algún terrateniente amigo de Roma. Cosechar, entregar los mejores frutos a los dueños y quedarse con las sobras que a duras penas le permitían sobrevivir. Cantar para echar las penas a volar y encender la luz de la esperanza, y contar algunos cuentos de su propia inspiración, otros de la tradición de sus antepasados o aquellos cuentos exóticos que llevaban los viejos comerciantes de Arabia, Persia, India, Egipto y otros lugares del mundo conocido. Tomar una copa de vino con los amigos en la taberna del viejo Matías y reírse de sí mismo para mantenerse vivo. Ir el Sábado a la Sinagoga del rabino Benjamín, hacer las oraciones tres veces al día y pedir a Dios que les enviara rápido al tan esperado Mesías para librarse de la Ignominia de Roma, así como otrora los había librado de Egipto con la mano de Moisés  y Aarón (Jos 5,9s).
 Este hombre, desde niño soñaba con algo diferente para todos. Y para llegar a ese mundo soñado no esperó conquistar el poder, como lo habían hecho los Macabeos y como lo esperaban hacer los Celotas, sino que empezó a realizarlo entre sus amigos. En realidad no hizo nada extraordinario sino que vivó la sencilla vida cotidiana con la grandeza de quien sabe amar y servir.
Quienes compartían con él, vivían una experiencia distinta: se sentían respetados, acompañados y amados. A su lado comprendían que eran seres humanos, hijos de Dios, dignos de sonreír y de ser felices. Ese judío marginal, como le llama John Meier, se convirtió para sus amigos en un gran acontecimiento que transformó radicalmente sus existencias, les permitió descubrir el rostro misericordioso de Dios y el lado amable de la vida. Pedro resumió su acontecer histórico con estas palabras: “Pasó haciendo el bien y curando a todos los que estaban bajo el dominio del diablo, porque Dios estaba con él.” (Hch 10,38)
Pero quienes estaban encumbrados en la cima del poder y esclavizados por su propia bajeza humana, no soportaron a este hombre que vivía enteramente libre para Dios y para los demás. Además, el hombre de Nazaret cometió un grave error que los poderosos de todos los tiempos no perdonan: les devolvió a los empobrecidos la esperanza, los deseos de libertad y la convicción de que merecían vivir dignamente. Allá o aquí, en aquel tiempo o en éste, quien se atreva a buscar un mundo diferente y a ponerse de parte de los empobrecidos, será considerado peligroso por los poderosos y corre el riesgo de ser perseguido, como lo hicieron con este hombre. Por eso lo mataron crucificándolo en el madero de la cruz, la más ignominiosa de todas las muertes para ese momento histórico. Quienes habían sido más que sus discípulos sus amigos entrañables, por quienes estaba dispuesto a dar la vida, lo abandonaron y hasta su Padre Dios, en quien había puesto toda su confianza, guardó silencio, como si hubiera estado de acuerdo. Sólo su mamá y unas cuantas mujeres, tan débiles y tan fuertes como sólo ellas, asumieron la pena y el riesgo de acompañar hasta el patíbulo de la cruz, a ese hombre excomulgado por el sanedrín y condenado por Pilato.
Mucha gente que había puesto su confianza en el hombre de Nazaret, dejó morir con su muerte todos sus sueños, deseos e ilusiones. Todos se dispersaron y quisieron olvidar ese vano delirio de un mundo feliz (Lc 24,13ss). Sintieron que todo se había venido abajo y que las tinieblas de la desesperanza cubrían de nuevo la tierra (Lc 23,44).
Pero ahí ocurrió algo extraño. Al tercer día (que significa tiempo en el que Dios actúa), una experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que el hombre estaba vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios sacaba la cara por Él, y se empeñaba en reivindicar su nombre y su honra. Experimentaron que el hombre seguía aconteciendo en ellos, de una manera nueva y renovadora, y con mucha más fuerza que antes. Que vivía en ellos y que la muerte no había podido hundirlo definitivamente. Dios lo había resucitado y sentado a su derecha, confirmando la veracidad y el valor de su vida, de su palabra y de su Causa. Aquel hombre tenía razón, y no quienes lo expulsaron de este mundo y despreciaron su Causa. Dios estaba de su parte y respaldaba la Causa del Crucificado.

Aparentemente había fracasado pero no era así, porque su vida y su muerte no habían sido en vano, y su resurrección le daba sentido a toda su lucha. Este hombre permitió que Dios aconteciera en Él, convirtiéndose a su vez, en un gran acontecimiento que transformaba totalmente la vida de sus seguidores, quienes se convirtieron en testigos de su resurrección.

Noticias de resurrecciones eran muy frecuentes en aquel mundo mágico religioso antiguo por la mentalidad de la época. Sin embargo, la resurrección de ese hombre fue recibida con una agresividad extrema por parte de las autoridades que lo mataron. ¿Por qué?

Porque los apóstoles no anunciaron la resurrección en abstracto, como si la resurrección de aquel hombre fuese simplemente la afirmación de la prolongación de la vida humana después de la muerte. Tampoco anunciaron la resurrección de un alguien cualquiera. Los apóstoles anunciaron una resurrección muy concreta: la de aquel hombre llamado Jesús, a quien las autoridades civiles y religiosas habían rechazado, excomulgado y condenado.

Y esto fue lo que verdaderamente molestó a las autoridades judías: Que la Causa de Jesús, que habían considerado tan peligrosa y que ya creían enterrada, volviera a ponerse en pie y resucitara. Y no podían aceptar que Dios estuviera sacando la cara por aquel excomulgado, condenado y crucificado.
Es posible que después de casi 2000 años, muchos de nosotros, como dice el Evangelio hoy, no hayamos entendido lo que significa la resurrección (Jn 20,9). Corremos el riesgo de confundir la resurrección con la revivificación de un cadáver, como si el cadáver de Jesús hubiera vuelto a tomar vida y se hubiera levantado. Corremos el riesgo de quedarnos con el espectáculo milagrero de ver entrar la estatua del “resucitado” entre los aplausos de la gente, el incienso que adormece y las campanas del templo que suenan.
¡Creer en la resurrección no es eso! Creer en la resurrección no es aceptar un dogma o repetir como loros un credo. A un gran número de seres humanos la resurrección de Jesús no les dice nada, porque la hemos reducido a la simple afirmación de una vida después de la muerte o a un hecho histórico que hoy tiene muchos cuestionamientos. Muchos no creen en la resurrección sencillamente porque la hemos convertido en un hecho vacío de contenido, totalmente contrario a las pretensiones del hombre de Nazaret.
Creer en la resurrección de Jesús, es creerle a él, pero sobre todo, es creer como él creyó. Aquí lo más importante no es creer en Jesús como Dios, sino sobre todo creer en el Dios que él creyó. Aquí lo más importante no es tener fe en él, sino tener la fe de él: su compromiso, su actitud ante la vida, su opción y su entrega total por el Reino de Dios.
Creer en la resurrección de Jesús, es ser testigos de su acontecimiento en nuestras propias vidas. Es vivir en Cristo y morir con él a todo aquello que nos disminuye como personas y resucitar cada día para una vida nueva. Es vivir y luchar hasta dar la vida por la Causa de Jesús, expresar al amor tal como él lo hizo y tener el Reino, como valor fundamental de nuestra vida.
Creer en la resurrección es morir a la vida societaria dominada por la lógica de la dominación y la jerarquización, característica propia de los simios superiores, de los cuales nos diferenciamos en apenas 1.6 % de la carga genética. Es superar las relaciones interpersonales organizadas por la lógica de la competitividad y la subyugación. Es cambiar de lógica y entablar nuevas relaciones interpersonales conducidas por la socialidad, la cooperación y la convivialidad, singularidad propia del ser humano, como lo dicen los antropólogos chilenos Maturana y Valera[1].                                 
Creer en la resurrección es buscar los bienes de arriba, como escribió Pablo a la comunidad de Colosas (Col 3,1). Sabiendo que los bienes de arriba, no significan necesariamente los de la otra vida después de la muerte, sino los grandes bienes por los cuales Jesús murió y resucitó, que están dentro de nosotros. Los bienes de allá arriba son los mismos de aquí abajo, todo lo material, lo espiritual y lo temporal; los dones y carismas, pero puestos al servicio de la vida. Los bienes de allá arriba son todo lo que somos y tenemos, empleados no de manera rastrera y egoísta, sino de forma justa, fraterna y solidaria. Son vivir con la grandeza con que vivió Jesús. Creer en la resurrección es permitir que Cristo acontezca en nosotros y nos salve de una vida mediocre, egoísta e infeliz, y nos conduzca a una vida plena, resucitada y bienaventurada.

FELICES PASCUAS

Exhortación final
(Tomado de B. Caballero: La Palabra cada Domingo, San Pablo, España, 1993, p. 471)
Te damos gracias, Padre, por la resurrección de Jesús.
Un río de esperanza inunda nuestra vida desde entonces,
pero una esperanza de liberación total que no defrauda.

Estamos hartos de escuchar el reclamo de las ideologías huecas,
propaganda que no logra sacarnos de la indiferencia y la apatía,
ni al pesimismo de los que abocan la vida del hombre a la nada.

Creemos que Cristo resucitado es el centro de la historia,
La respuesta definitiva al problema del hombre y de la vida,
Porque tú, Padre, lo constituiste Salvador de toda la humanidad.
Ningún otro nos puede salvar y liberar, ¡Bendito seas, Señor!



No hay comentarios.:

Publicar un comentario