Camino de FE: Comentando la Palabra
Trigésimo Tercer Domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B Los textos de hoy (Dn 12 y Mc 13) fácilmente podrían utilizarlos aquellos grupos pseudo religiosos, aves de mal agüero, que suelen gritar en sus templos y en las plazas, o anunciar en sus psicodélicas publicaciones, que reparten a granel, el fin del mundo y el exterminio de todo ser viviente que no esté con ellos. Siembran el terror con sus amenazas de una inminente destrucción de la tierra porque, según ellos, el pecado del hombre está haciendo que se acabe la paciencia Dios y de un momento a otro él va a tomar venganza. Infunden pánico a los carácteres débiles y presionan psicológicamente para que se unan a su grupo, pues dicen ser la única religión verdadera. Por lo tanto, la única salida para salvarse.
Estos
grupos, para defender lo propio y ponerlo en la cumbre de la perfección,
acuden al antiguo y falaz argumento de desprestigiar las obras de los demás.
Para asegurar que su religión es verdadera, dicen que las demás son falsas.
Para decir que su religión es la mejor, que las demás son las peores. Para decir
que su religión es la única que lleva a Dios, pregonan que las demás llevan a
la perdición porque encarnan a la bestia del Apocalipsis (Ap. 17,1ss).
Muchos
despistados caen ingenuamente en sus trampas y se vuelven aún más fanáticos
que ellos. La ignorancia de mucha gente la hace presa fácil del engaño, pues
como dijo Einstein: “la ciencia sin religión cojea, la religión sin
ciencia es ciega”[1]; y un ciego no
puede guiar a otro ciego (Mt 15,14).
Ayudados
de las ciencias humanas (Exégesis, Hermenéutica, Escriturística, Historia,
Arqueología, etc.), hoy sabemos que estos textos no son anuncios del fin del
mundo ni amenazas de exterminio. Daniel encarna la reacción de una escuela
religiosa apocalíptica, frente al totalitarismo del rey sirio Antíoco
IV Epífanes 168-165 a.C. El capítulo 13 de Marcos pertenece al llamado
discurso escatológico, dado después de la destrucción de Jerusalén por parte
de las legiones romanas, como represalia al levantamiento de los guerrilleros
celotes quienes pretendían, con el apoyo del pueblo, liberar a Israel de la
bota romana (66 – 70 d.C.) Pero los celotes fracasaron en su intento, y los
romanos no sólo aplacaron la insurrección sino que acabaron con todo. No
dejaron títere con cabeza: ciudades, sembrados, instituciones, sinagogas, el
templo, ¡todo!
Estos
dos textos están escritos con el género literario apocalíptico. Apocalipsis
quiere decir revelar, quitar el velo y hacer presente algo que ya lo estaba,
pero en forma oculta. La literatura apocalíptica, con un leguaje simbólico,
hace una lectura del presente; no es una precognición del futuro. En esa
lectura del presente condena el orden imperial esclavista que genera
exclusión y por lo tanto caos para los excluidos. Es un juicio a la
historia: “Busca reconstruir la conciencia, para hacer posible la
reconstrucción de un mundo diferente.”[2]
Algunos
biblistas de la exégesis liberal, calificaron toda la apocalíptica como un
movimiento extramundo, cósmico, fuera de la historia y al margen de la
sociedad política. Pero, aunque se vieron muchos rasgos de este tipo, la
literatura apocalíptica es fundamentalmente una protesta contra la historia
escrita y manipulada por los poderosos. Manifiesta el drama que vive el ser
humano y su deseo de cambio: “dichoso aquel que sepa esperar y
alcance mil trescientos treinta y cinco días” (Dn 12,12). Es una
experiencia existencial, realista, que ve a Dios como fuente de la vida.
En un
lenguaje mítico, narra el deseo del pueblo para que termine la forma
organizativa de este mundo (fin del mundo) y el principio de otro. Manifiesta
el anhelo utópico de que el dolor, las privaciones, la opresión, la miseria,
la guerra y todo lo que desintegra al ser humano, se acaben y lleguen la paz
y la felicidad. La apocalíptica es consciente de lo difícil que es llegar a
eso; por ello afirma que el deseado cambio será largo e irremediablemente sólo
puede esperarse de Dios.
El
fragmento de Daniel que hoy leemos, anuncia la intervención de Dios en favor
de sus fieles a través de Miguel, el ángel encargado de proteger a su pueblo.
En medio de la crisis desatada por la invasión helénica, el libro de Daniel
hace un llamado a la esperanza, a no renunciar ante la fehaciente violación
de sus derechos por parte del imperio de la muerte. Invita a rechazar el
señorío de los opresores, quienes a filo de espada se mostraban como dueños
absolutos del tiempo y de la historia. Ellos brillaban como estrellas
mientras opacaban al pueblo y lo hacían dormir bajo la tierra. No emitían una
luz generosa capaz de alumbrar, sino una llamarada voraz que consumía lo que
le correspondía al pueblo generando miseria y dolor.
Daniel
le dice al pueblo que ese poder no va a durar para siempre. Que Dios va a
intervenir para salvarlo y que quienes van a brillar no serán los poderosos
sino los sabios: “Los sabios brillarán como brilla el
firmamento, y los que hayan guiado a los demás por el camino recto brillarán
como estrellas para siempre.
Jesús
(o el evangelio de Marcos que pone en boca de Jesús estas palabras), no
hablaba de una tribulación futura sino de la gran tribulación por la que
pasaba la comunidad cristiana en ese momento. La referencia a la conmoción
cósmica descrita como estrellas que caen y un gran ejército de astros que se
tambalean, el sol y la luna que se oscurecen, etc., son una forma muy antigua
de describir la caída de algún rey o de una nación opresora. En aquella
época, el sol y la luna eran representaciones de divinidades paganas (cf. Dt
4,19-20; Jr 8,2; Ez 8,16), mientras que los demás astros y las potencias del
cielo, representaban a los jefes que se sentían hijos de esas divinidades y
en su nombre oprimían a los pueblos, sintiéndose ellos también como seres
divinos (Is 14,12-14; 24,21; Dn 8,10).
Jesús
anuncia no tanto la caída de un imperio y la subida de otro, sino los efectos
liberadores de su evangelio. Lo que debía venir no era el reinado de Jesús,
como nuevo monarca absoluto, sino el reinado de Dios, que integraría a todos
en un mismo amor. Para rescatar al ser humano dominado por las fuerzas del
mal, se debían acabar los sistemas injustos que se erigían como astros en el
firmamento humano. Los sistemas que generaban destrucción y muerte, aunque
muchas veces se disfrazaban de soluciones vitales, debían acabarse.
¿Se anuncia del fin del mundo? ¡Claro que se anuncia el fin del mundo!
Pero no del mundo en cuanto cosmos, sino del mundo en cuanto estructura de poder,
simbolizado por los astros del cielo y los ejércitos celestes. “Su
finalidad es dar esperanza a un grupo que tiene problemas, mediante la
interpretación de su situación terrenal actual, a la luz de una existencia
sobrenatural y de futuro, para influir en el conocimiento y conducta de su
auditorio mediante la autoridad divina”.[3]
A la
luz de la literatura apocalíptica podríamos hacer hoy una lectura del
presente y descubrir cómo muchos de nuestros hermanos viven la gran
tribulación. Cómo abunda la idolatría en nuestro mundo postmoderno y cómo
unos seres humanos se erigen como absolutos del mundo y de la historia,
y, encumbrados como los astros del cielo, absorben la savia de los pobres
para mantenerse bien alto. “Nuestro mundo quiere hacer pasar el
lucro, la productividad, el poder, el progreso técnico, el logro y la
eficacia antes que la libertad, la calidad de vida y la dignidad humana. Los
valores del imperio se presentan como absolutos pues ellos sustentan la
unidad y la potencia, el único dios que se tolera es el que declare la
supremacía de los ganadores”.[4]
Naturalmente,
el cambio causa un poco de temor y, a veces, el miedo es tanto, que se asume
la tan negativa actitud de quien dice: es mejor malo conocido que lo bueno
por conocer. Pero ese cambio, más que miedo debe causar alegría; tanto como
la alegría de los ciegos cuando ven la luz, o la de los encarcelados y
oprimidos cuando son liberados.
En
medio de la gran tribulación por la que pasan muchos hermanos nuestros, y por
la que podemos pasar también nosotros por alguna circunstancia, tenemos la
tarea de hacer presente al Hijo del Hombre, vencedor de la muerte. Cristo
resucitado en medio de nosotros tiene la capacidad de devolver la armonía a
las personas y a los pueblos.
En vez
de perder tiempo y energía a tantas necedades catastróficas, fruto de
lecturas descontextualizadas de la literatura apocalíptica, de mentes
trastornadas y deseosas de protagonismo, pongamos mano a la obra. Se hace
necesario en estos momentos una actitud de fe, de resistencia y de esperanza
activa, para hacer posible un mundo diferente con la ayuda de Dios.
Porque Jesús ha vencido al mundo (Jn 16,33b), otro mundo es
posible. Todos debemos comprometernos con la desaparición de toda estructura
desintegradora al interior o al exterior del ser humano, y con la
reconstrucción de un mundo nuevo en el cual reinen la paz y la armonía. Ésa
es, hoy, la tarea de la comunidad que sigue a Jesús.
Oración
Oh
Dios, Padre y Madre, te damos gracias: sabemos que siempre podemos contar
contigo. Tú nunca abandonas a tu pueblo y siempre te manifiestas a favor
nuestro, especialmente en medio de las adversidades más grandes. Te damos
gracias por la forma como has intervenido en nuestra historia, siempre para
salvarnos, siempre para conducirnos a una vida plenamente feliz.
Hoy te
entregamos nuestras pequeñas o grandes tribulaciones. Te entregamos a las
personas que pasan por la gran tribulación. Tú conoces las personas que viven
grandes dramas: afectivos, emocionales, sociales, laborales… problemas de
desempleo, hambre, persecución, desplazamiento, desnutrición, abusos,
explotación, miseria, falta de sentido de la vida… Todos aquellos que ven su
vida como en un callejón sin salida, los ponemos en tus manos grandes y
generosas.
Te
entregamos, Padre Dios, su anhelo y nuestro anhelo de que todas esas cosas,
toda esa gran tribulación sea superada y venga una nueva vida. Reafirmamos
nuestra convicción de que todo puede ser mejor. Creemos firmemente que tú
eres la fortaleza en nuestra debilidad, la luz en medio de la oscuridad y que
contigo se gesta, en medio de nuestro mundo convulsionado, un nuevo orden,
con una verdadera armonía, paz y justicia para todos. La miseria, el dolor y
la muerte, no nos van a vencer porque tú estás con nosotros y contigo reinan
la vida, la alegría, el amor y la felicidad.
Señor
Jesús, creemos firmemente en tu presencia viva en medio de nosotros. Creemos
firmemente que tú venciste el odio, el dolor y la muerte. Por eso te sentimos
cerca en medio de todas las situaciones difíciles. Ayúdanos a enfrentar con
sabiduría nuestras propias tribulaciones para salir victoriosos de todas
ellas, con la fuerza de tu Espíritu, así como tú saliste victorioso de la muerte.
En ti descansamos tranquilos, enfrentamos la vida y buscamos los cambios
necesarios con serenidad. En ti nos alegramos y confiamos plenamente nuestra
vida, porque en ti está ya nuestra victoria. Amén.
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lunes, 12 de noviembre de 2018
Trigésimo Tercer Domingo. Tiempo Ordinario. Ciclo B
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