La cosa empezó en el Reino del Norte, hacia el año
885 a.C., cuando Omrí dio muerte al rey Zimrí y se quedó con el trono. Después
de vencer a todos sus opositores internos, Omrí estableció relaciones
comerciales con Fenicia hasta pactar el matrimonio de su hijo Ajab con Jezabel,
hija de Ittobaal, rey de Tiro y Sidón, antiguas ciudades estado fenicias. Luego
emprendió una dura campaña contra los habitantes de Moab, región sobre la
llanura del Mar Muerto, a la que dominó y los convirtió en colonia. (David y Salomón
ya habían dominado al pueblo de Moab, entre los siglos XI-X a.C.) Aunque tuvo
logros personales significativos, Omrí fue sumiso con los poderosos del norte,
y cruel con su propia gente. Murió hacia el año 874 a.C y dejó el país en la
miseria, y a Ajab, como heredero de su trono.
Ajab gobernó por un largo periodo de 22 años
(874-853 a.C.). Como su padre, este rey obtuvo éxitos individuales que en nada
beneficiaron al pueblo. Conservó su dominio sobre Moab, y le cobró tributo;
combatió y dominó a Ben-Hadad I, rey de Damasco y casó a su hija Atalía con
Joram, hijo de Josafat, rey de Judá (del Reino del Sur). Desarrolló un amplio
programa de construcciones, tales como la fortificación de importantes plazas
fronterizas, entre ellas, la de Jericó. Terminó muerto en un combate librado con
Ben-Hadad. Su esposa Jezabel sobrevivió a su marido durante 14 años hasta
cuando fue asesinada por Jehú, quien ocupó los tronos de Israel y de Judá (2 Re
9), ente los años 841 y 814 a.C. Atalía, también fue asesinada en el año 835.
a.C.
Los protagonistas de esta historia terminaron como
terminan muchos, cuyo proyecto de vida adquiere sentido sólo cuando dominan a
otros a costa de lo que sea. Pasaron por el mundo sembrando enemistad, muerte y
deseos de venganza; sufrieron el terrible cáncer de la codicia, que carcome y
devora la conciencia reduciéndola a su mínima expresión, y murieron infelices a
filo de espada, bebiendo el amargo cáliz de su propia insignificancia.
La primera lectura se desarrolla mientras estaba en
el trono el rey Ajab. Sucedió, como suele suceder con los largos periodos de
gobierno en manos de una sola persona, que el gobernante de turno por
mantenerse en el mando, renuncia a su propia libertad e hipoteca el país para
recibir el respaldo de los mandos medios, dándoles buenas prerrogativas.
El ambiente era muy difícil en todos los campos:
social, político, económico, religioso, etc. La reina Jezabel, quien manejaba a
su esposo con un dedo, impuso el culto al dios Baal (1Re 16,29-31) y se
encarnizó a muerte contra todos los profetas de Yahvé, quienes denunciaron la
idolatría, representada en el culto a otros dioses y en todo tipo de maltrato
al pueblo de Dios. Los escritores del libro de los Reyes lo expresaron diciendo
que una gran sequía se vino sobre Israel.
La escena del relato que hoy leemos se desarrolla
en Sarepta, una ciudad fenicia, de donde era originaria la odiada princesa
Jezabel. La viuda de Sarepta se convierte en la antítesis de su paisana.
Jezabel tenía dinero, influencia y poder, la viuda vivía sola con su niño y no
tenía más que un puñado de harina y un poco de aceite en la alcuza. Jezabel
persiguió y desterró, la viuda acogió; Jezabel destruyó, la viuda protegió;
Jezabel acumuló para sí misma sin necesidad, la viuda fue capaz de compartir lo
único que tenía para vivir. Jezabel terminó siendo víctima de su propia
avaricia, la viuda recibió la bendición de Dios y tuvo alimentos por mucho
tiempo. En el fondo Jezabel fue antagonista, la viuda fue protagonista. La
lógica de Dios es distinta a la nuestra: “Mis pensamientos no son sus
pensamientos, ni sus caminos son mis caminos, dice el Señor” (Is
55,8).
Con esto se dice que no todas las mujeres fenicias
son odiosas como Jezabel, por tanto hay que evitar la xenofobia. Que Dios se
manifiesta también fuera de las fronteras de Palestina, pues aunque esta viuda
no profesaba de palabra la fe en el Dios de Israel, por su generosidad, se hizo
partícipe de la obra de Dios que le llegó por medio de un perseguido: el
profeta Elías. Que la salvación viene, no precisamente desde los “grandes” y su
insaciable sed de poder, sino de los desheredados de este mundo cuando son
capaces de compartir lo poco que tienen para vivir. Que cuando se rompe con los
círculos del fundamentalismo y del individualismo indolente, y se trabaja en
comunidad, somos capaces de superar el gran muro de la discordia y de la
miseria que ataca a todos.
La pobreza, el hambre y la guerra matan gente y son
iguales de trágicas en todos los pueblos, en todas las culturas, en todas las
religiones y a todos hacen sufrir por igual. Ante esta realidad no vale la pena
perder el tiempo en discusiones inútiles, como “demostrar” cuál es el verdadero
Dios, cuál es la verdadera religión o cuál la verdadera iglesia, sino
aunar nuestras fuerzas para combatir los males que a todos nos atacan.
UNA MIRADA
CRÍTICA Y OTRA VIUDA
Jesús ya estaba en Jerusalén, lo mismo que otros
300 o 400 mil peregrinos que llegaban a la ciudad con el objetivo de participar
en la Pascua. Allí se daban cita personas de distintas regiones de Palestina y
de la diáspora (judíos fuera de Palestina). De una manera muy piadosa hacían
sus oraciones, ofrecían sus sacrificios y ofrendaban dinero según sus
capacidades.
Jesús fue un judío piadoso que cumplía con sus
deberes religiosos, pero no de cualquier manera. No tuvo una fe ingenua, presa
del mezquino interés de los vividores de la religión. Fue un hombre de una fe
profunda, pero de un ojo muy crítico, para descubrir el engaño. Como decimos
popularmente: “no tragaba entero.” Había superado totalmente
la fe de carbonero.
La primera observación la dirigió a los escribas, a
los letrados, o sea, a los intelectuales de la época. Lo hizo con un fino humor
crítico muy propio de su estilo: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con el traje de
ceremonia, y que les hagan reverencias en la calle; buscan el sitio de
preferencia en las sinagogas y el lugar de honor en los banquetes…”
¡Pero qué atrevido este provinciano! ¡Qué
igualado!, podría decir alguno. Los escriban eran los especialistas, los
ilustrados, los doctos, los que sabían cómo funcionaba lo humano y lo divino.
Es como si a cualquier hijo de pueblo se le ocurriera hoy criticar al alcalde,
al presidente, al rector, al decano, o a otros personajes influyentes, por su
manera de vestir, por sus finos y artificiales ademanes o por la exquisitez de
su paladar. O como si a algún laico se le ocurriera hablar del falso orgullo de aquellos a quienes les
encanta pasearse por las calles con un pectoral grande, lucir un hermoso anillo
de oro con incrustaciones de esmeraldas y un solideo romano en las ceremonias,
que los llamen monseñor y que les den el primer puesto en los eventos
importantes.
Este atrevido provinciano de Nazareth descubrió la
falsedad de los escribas y su baja autoestima que los hacía depender de las
reverencias y puestos honoríficos para sentirse valiosos.Los caricaturistas y humoristas críticos que hoy
vemos, leemos o escuchamos, tienen un gran ejemplo de inspiración para su
trabajo.
Las viudas en esa sociedad patriarcal no podían
manejar sus bienes, ni defenderse en los tribunales; así que confiaban en algún
escriba para que los administrara y defendiera. Estas “joyitas”, para ganarse
la confianza de las viudas, simulaban ser muy piadosos y cumplidores de la ley,
pero utilizaban sus conocimientos y la supuesta piedad, para abusar de ellas,
engañarlas y quitarles lo poco que tenían.
Jesús desenmascaró la mentira y el engaño que
escondían detrás de sus trajes pomposos y de su piedad socarrona. Invitó a toda
la gente a tener cuidado y a no dejarse engañar. Lo había dicho muchas
veces: “sencillos como palomas, sagaces como serpientes” (Mt
10,16); “comprendan que si el dueño de casa supiera a qué hora viene el
ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo ustedes: estén preparados…” (Lc
10,39). Debía decirlo directamente: “¡Esa gente que devora los bienes
de las viudas, y sólo por aparentar hace largas oraciones, recibirá un castigo
más severo!”
Hoy podríamos decir lo mismo de tantos ladrones de
cuello blanco. De muchos profesionales que aprovechan su profesión y la ignorancia
de la gente para engañar. Aquí no se escapa ninguno: “en todas partes
se cuecen habas”, decían nuestras abuelas. Hay sacerdotes, abogados,
economistas, médicos, artistas, científicos, etc. Los hay también muy honestos,
responsables, serviciales y entregados a su profesión, pero hay que tener
cuidado. Necesitamos un ojo muy crítico, como el de Jesús, no para juzgar, ni
para echar en un mismo costal a todos los profesionales porque algunos fallan;
sí para tener cuidado y descubrir quienes están al acecho y con quienes se
puede trabajar. Necesitamos utilizar nuestra profesión no para engañar sino
para servir, y dar lo mejor de nuestra riqueza interior.
Luego, su ojo crítico lo llevó a ubicarse en un
lugar estratégico del templo para apreciar el panorama. Dirigió su mirada hacia
las alcancías donde los fieles depositaban sus ofrendas. Por las grandes
cantidades de dinero que movía, el templo se había convertido en una especie de
Banco central. Durante el tiempo de la Pascua las entradas eran más abundantes por
la gran cantidad de gente que acudía a la fiesta, especialmente por los judíos
de la diáspora, quienes disfrutaban de mejores condiciones de vida en el
extranjero y daban los mejores donativos.
Los sacerdotes, levitas y toda la jauría de hienas
hambrientas, que se lucraban de la piedad de la gente, así como los curiosos
que se agolpan alrededor, ponían especial interés en los ricos y en sus grandes
ofrendas. Los pobres pasaban inadvertidos. Jesús, por el contrario, resaltó la
donación de una viuda pobre y sin importancia para el común de la gente.
Nuevamente estamos hablando de una lógica distinta a la lógica del mundo, a
los criterios mercantilistas (oferta y demanda) y
economicistas (inversión – ganancia, costo – beneficio). La lógica de Jesús es
la lógica de Dios: “Mis pensamientos no sus pensamientos, ni sus
caminos son mis caminos, dice el Señor” (Is 55,8)
Como estas dos viudas, la del templo y la de
Sarepta, existen también hoy mujeres “insignificantes”, que en el fondo son más
valiosas que muchas caras plásticas y divas con pies de barro.
Estas mujeres no son entrevistadas por los medios
amarillistas ávidos de chivas sensacionalistas; no son perseguidas por las
cámaras y revistas sensibleras, porque no son jóvenes bellas, ni pertenecen a
la alta sociedad o a alguna casta especial. No son influyentes, ni poseen
cuentas bancarias, y sus medidas no son 60-90-60. No se casan y se divorcian a
los pocos días y por tanto no se hacen “dignas” de salir en las páginas del
pseudoperiodismo que prefiere la sociedad light.
No tienen fundaciones con su nombre ni hacen
grandes donaciones económicas a las iglesias porque, sencillamente, no tienen.
No son letradas, ni poseen conocimiento científico o teológico. Pertenecen a la
gran masa de excluidos y bailan sin querer el baile de los que sobran. Pero con
su trabajo como madres, abuelas, educadoras, líderes comunitarias, catequistas
y ministras laicas; con su silencio en la oración, su testimonio de vida, su
entrega y su trabajo anónimo con el cual ponen muchas veces en riesgo sus
propias vidas, dan más que muchos notables. No son unas simples colaboradoras
que dan de lo que les sobra, sino que ofrecen toda su vida y son pilares
fundamentales de la Iglesia y de la sociedad, motores de las transformaciones
sociales e institucionales.
Ellas son un gran paradigma de discipulado. Ellas
nos enseñan a vivir el verdadero compromiso y el verdadero culto, pues son
imagen de Cristo que se ofreció a sí mismo por nosotros (segunda lectura). Hoy
necesitamos discernir nuestra manera de valorar a las personas, pues muchas
veces nosotros también valoramos más a quienes tienen dinero que a quienes no
lo tienen. A quienes dan buenas ofrendas económicas, que a quienes lo único que
dan es su propia humanidad, pues no poseen más. Necesitamos valorar la entrega
del resto empobrecido que da su propia vida, y entregarnos con toda nuestra
humanidad a la causa de Jesús.
Oración
Padre Dios, te damos gracias porque tu mano siempre
está tendida para salvar al ser humano. Gracias porque podemos sentir tu
presencia salvadora por medio de los maravillosos testimonios que nos ofrece La
Palabra y en medio de cada acontecimiento de nuestra vida. Padre de bondad,
líbranos de conducir nuestra vida empujados por la avaricia, el afán de poder y
de aparecer. Ayúdanos a vivir una vida sabia, sencilla y llena de ti y de tu
amor misericordioso.
Señor Jesús, danos un corazón grande
para amar y una mirada crítica para darnos cuenta del engaño que se esconde
detrás de las apariencias. Ayúdanos a ver la bajeza tapada con un ropaje de
grandeza y la grandeza oculta detrás de muchas cosas simples. Ayúdanos a estar
atentos para no caer en la tentación de utilizar miserablemente este hermoso
camino de fe para aprovecharnos de la gente. Purifica nuestros corazones de
toda codicia, de todo egoísmo y de todo aquello que amenaza nuestra propia
realización y felicidad. Ayúdanos a valorar el aporte de todas las personas a
la construcción del Reino y danos un corazón generoso para servir y amar a
manos llenas. Que aprendamos a dar con amor lo mejor de nosotros mismos y que
compartamos con alegría toda la riqueza que abunda en nuestro propio corazón.
Ayúdanos a vivir comprometidos contigo, con el Reino, con el anuncio del
Evangelio, con la defensa de los pobres y con todo tipo de vida amenazada. Que
tu Espíritu siempre guíe nuestros pasos por el buen camino y nos conduzca a la
plenitud del Reino. Amén.
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