jueves, 30 de enero de 2020

HOMILÍA: Presentación del Señor - Ciclo A


Color: BLANCO

Domingo, 2 de febrero de 2020

CITAS BÍBLICAS


I Lec. Malaquías 3, 1-4

Salmo Responsorial 23
II Lec. Hebreos 2, 14-18

III Lec. Lucas 2, 22-40

Por manos de María se ofrece a Jesús

Cuando nacía un niño en una familia india, recibía un regalo muy especial. Su padre hacía una bolsa de cuero, era la bolsa de las medicinas del hijo.
La madre ponía en la bolsa dos cosas y el padre otras dos.
Se la entregaban al hijo que la guardaría en un lugar muy especial. Cuando moría la bolsa de las medicinas era también enterrada con él.
Cuando el hijo era capaz de comprender los padres le decían lo que había en la bolsa.
La madre siempre ponía un poco de tierra y un trozo de cordón umbilical para recordar a su hijo que venía de la tierra y de una familia y que nadie se hacía a sí mismo.
El padre ponía una pluma de ave que había quemado un poco y la mezclaba con las cosas de la madre. La pluma del pájaro simboliza el vuelo y cada uno tiene que encontrar su lugar en el mundo.
Nadie sabía nunca cuál era la segunda cosa que el padre había puesto. Los hijos intentaban adivinarlo pero nunca se lo decían.
Esta cosa secreta representaba el misterio de la vida. Y en el centro de todos los misterios está Dios.
Hermoso regalo. Símbolo que da que pensar. Nos vincula a todos a la tierra, a una familia y a Dios.
¿Qué es un pueblo sin tradiciones, sin ritos, sin historias que contar?
¿Qué sería un dominicano sin una tambora, un mejicano sin los mariachis, un ecuatoriano sin chumir… un hombre sin religión y sin un misterio que celebrar?
Lucas en el evangelio de hoy nos cuenta una hermosa tradición judía.
Según la tradición, María tenía que purificarse después de su alumbramiento y tenía que ofrecer a Dios a su hijo primogénito, a Jesús, y volverlo a recuperar ofreciendo un sacrificio.
Con esta tradición se recordaba que Dios es el Señor de la vida, que los hijos son de Dios y nosotros los recibimos como una gran bendición.
María y José, según la tradición, cargaron con su hijo y se fueron a Jerusalén, al Templo, para cumplir con la ley.
Camino largo, ansiedad por llegar, alegría al divisar, en la distancia, la torre del templo.
Y allá en el templo encuentro con muchos otros padres viviendo la misma tradición.
María y José conocían su religión y la vivían. Eran obedientes a su Dios y encontraban en él la fuerza para vivir felices y en paz con todos.
Aquel día pasó algo que no estaba escrito y no formaba parte de la tradición.
El Espíritu Santo habló.
¿Y qué pasa cuando el Espíritu habla?
Se siente la presencia de Dios.
El corazón se regocija.
Se experimenta la presencia de la salvación.
Los ojos ven, los oídos se abren y la boca canta las alabanzas de Dios.
La paz del perdón invade todo el ser.
El Espíritu habló a través del viejo Simeón. Simeón, ese día, dejó de ser el eterno centinela y tomando al niño en sus brazos y poseído por el Espíritu dio su testimonio.
Mis ojos cansados ven al que es la luz de las naciones, la gloria de Israel y la salvación de todos.
María y José como tantos padres cumplían con su tradición y su ley. Y no saldrían del asombro porque no esperaban esa escena de novela. Y para colmo escuchan "una espada atravesará tu corazón".
Cuando regresaron a casa, cuántas cosas que contar y que callar.
Esta historia se cumple también entre nosotros cada domingo.
Nosotros tenemos también una tradición muy hermosa. Las madres traen a sus hijos para presentarlos al Señor y a la comunidad.
Los niños que bautizamos también los signamos con la señal de Cristo y les damos la bienvenida a la comunidad.
Ustedes quieren que sus hijos sean bendecidos y adoptados por Dios.
Ustedes quieren que sus hijos sean miembros de una familia más grande, de la iglesia.
Ustedes quieren que sus hijos reciban una herencia más rica que unas tierras o un puñado de euros, la herencia de la fe.
Ustedes quieren que sus hijos tengan muchos héroes que admirar, pero quieren que Jesús sea más que un héroe, un modelo de vida.
Pero déjenme que les diga una cosa, ustedes quieren poco a sus hijos.
En nuestras familias hay muchas Marías y pocos Josés. Los hombres tienen cosas más importantes que hacer: cazar, jugar al golf, sembrar…
Padres, quieran más a sus hijos. Quiéranse más a ustedes mismos. En la bolsa de las medicinas de sus hijos para el camino de la vida pongan también el misterio, la fe, la tradición y la necesidad de celebrar a Jesucristo todos los domingos.
Esta sociedad devora nuestras costumbres y nos reduce a autómatas, robots que trabajan y consumen.
Venir al templo, padres e hijos, es respirar otro aire, dar sentido a las aventuras de cada día, celebrar que somos más que hombres y mujeres, somos de Dios y vamos a Dios.
Y ojalá que hoy, aquí y ahora, hable también el Espíritu a través de cada uno de nosotros.
Que sus ojos vean la luz de Cristo.
Que sus oídos escuchen su voz.
Que sus labios se abran y alaben a Dios.
Que sus corazones experimenten la paz del perdón.
Y no olviden la espada del dolor, tan presente en la vida de cada día, y la espada de la soledad y la espada de la tentación de la carne y la espada de las mil preguntas sin respuesta y la espada de la muerte.
Cuanto más queridos, más probados.
Cuanto más queridos, más llamados a vivir la profundidad, la espada de la fe.




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